Manuel Sánchez

Manuel Sánchez

Manuel Sánchez no pinta bonito.
Pinta verdadero.

Tiene 24 años, da clases de historia. Creció entre libros, figuras de cerámica que le daban miedo, y juguetes que se perdieron en casas ajenas. Es del norte, pero no el que cabe en postales: su obra es norte con polvo, con cicatrices, con madres que no descansan y hombres que no saben llorar.

Manuel no pinta para sanar. Pinta para que no se olvide.
Dibuja lo que le pesa, pero no como terapia. Lo hace con método. Con música. Con archivo. Con ojo quirúrgico.

Su obra parece emocional —y lo es— pero también es formal: hace collages mentales, estudia el color, elige sus capas como si fueran verdades que no se dicen de golpe. Usa la doble exposición como si fuera un glitch emocional: lo que pasó y lo que quedó. Lo que fue y lo que sigue doliendo.

Entre lo comercial (paisajes, flores, escenas íntimas que venden) y lo personal (Winnie Pooh, padres ausentes, heridas religiosas), hay un quiebre.


Ahí vive su verdad.